"La devoción mariana" - Sofía Correa

Curioso: la devoción mariana produce escozor, particularmente a hombres culposos recién conversos al feminismo. Se la señala como fundamento de la opresión a la mujer; no obstante un poco de reflexión muestra lo contrario.

Qué sería de Occidente sin el marianismo. Tendríamos que padecer lo que las mujeres islámicas de hoy: largas túnicas negras y nuestros rostros cubiertos para impedirnos comunicar ideas y sentimientos. O padecer lo que aún hoy las mujeres judías: nos prohibirían acercarnos a rezar a lugares sacros que nuestra presencia polucionaría. En el cristianismo, en cambio, la dignidad de la mujer es reconocida y su protagonismo es indesmentible desde los inicios. En tiempos medievales el culto mariano lleva a representar el rostro femenino, si bien hierático al principio, ya en el 1300 mostrando una gama de emociones que van descubriendo su profunda humanidad; el cuerpo femenino incluso se descubre -en las diversas versiones de la Virgen de la Leche- para ser respetado y liberado de la mirada erótica.

Las mujeres cristianas muy tempranamente no solo leen sino también escriben, y mucho. En el mundo católico sus obras han sido fuente de inspiración, como es el caso, entre otras, de Teresa de Jesús, una de las voces más potentes del Siglo de Oro español. Cuando admitidas como santas, las mujeres en el cristianismo han recibido el reconocimiento más elevado, y lo portan desde guerreras como Juana de Arco, a místicas como Rosa de Lima (canonizada en el siglo XVII), intelectuales como Hildegarda de Bingen, y filósofas contemporáneas como Edith Stein. Eso es lo que ha producido el culto mariano. Sobre esos cimientos, las mujeres liberales desde el siglo XIX han avanzado en conquistar libertades e igualdades.

¿No me hago cargo de la subordinación de las mujeres en las epístolas paulinas, ni de su exclusión del sacerdocio en la Iglesia Católica que las margina de posiciones de poder? Un poco de sensibilidad histórica y de inteligencia emocional nos permitiría situar las cartas de San Pablo en su tiempo y en sus posibilidades históricas: a mediados del primer siglo cristiano, y en el contexto tan rupturista de la incorporación de los gentiles a una fe que había nacido en el seno del pueblo judío y que contenía en potencia la emancipación de las mujeres.

Su exclusión del sacerdocio católico, es asunto mucho más complicado que cuestiones de poder: preguntarse si las mujeres pueden producir la transubstanciación, la conversión de la materialidad del pan y del vino en una realidad divina, es una discusión que solo cabe a quienes comparten esa fe.

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