"El Sistema de Evaluación de Impacto Ambiental y la permisología sectorial" - Luis Cordero

Uno de los debates más confusos de los últimos años en el sistema institucional chileno es el rol que le corresponde al Sistema de Evaluación de Impacto Ambiental (SEIA) como procedimiento administrativo autorizatorio. La tensión resulta inevitable por dos cuestiones: por un lado, su identidad para operar como un mecanismo de “evaluación” de impactos futuros y por la otra, la pretensión para que opere como ventanilla única en donde se otorguen expeditamente los permisos ambientales con la finalidad de obtener una autorización final, la Resolución de Calificación Ambiental (“RCA”).

La “evaluación de impacto” es un instrumento de política pública general cuyo objetivo es proveer de información y análisis para mejorar las decisiones que se deben adoptar en términos prospectivos, de modo que ayuden anticipar los impactos futuros de las decisiones presentes y así mejorar las decisiones públicas, permitiendo una adecuada rendición de cuentas (Weiner, 2013). Uno de los ejemplos clásicos de evaluación de impacto es el SEIA, vigente, bajo diversas modalidades, en más de 100 países, así como las Evaluaciones de Impacto Regulatorio (EIR). En la actualidad existe una amplia gama de alternativas de este tipo para evaluar impactos en temas como derechos humanos, género, productividad, energía, comercio, comunidades indígenas, etc. Esto ha provocado complejos desafíos para integrar sistemas fragmentados que persiguen evaluar impactos de políticas o decisiones públicas, para diversos objetivos y con distintas metodologías. (Sunstein, 2014)

La Evaluación Ambiental es comprendida habitualmente como un mecanismo simplemente procedimental —en oposición a uno sustantivo— para que el responsable del proyecto o actividad piense sobre los impactos ambientales antes de actuar y la agencia administrativa responsable evalúe prospectivamente los impactos, así como la suficiencia de las medidas que se deben adoptar. El litigio ambiental, tradicionalmente discurre en estos casos sobre la base que los objetores tienden a sostener que el documento que sirve de base a la evaluación es inadecuado porque, por ejemplo, ha omitido información relevante para su evaluación. El litigio ambiental así planteado, tiene una finalidad estratégica porque busca persuadir al titular o a las agencias administrativas a abandonar el proyecto, rediseñar su contenido, condicionar su desarrollo o simplemente rechazarlo. (Weiner – Ribeiro, 2018).

En el caso del SEIA chileno, el problema se complejiza algo más. La razón es simple, además de evaluar los impactos, opera como autorización de funcionamiento general —eso es finalmente la RCA—, pero para llegar a su resultado debe satisfacer requerimientos sectoriales incorporados forzosamente en la evaluación ambiental sobre la base de la participación de los “organismos sectoriales” y la ventanilla única de permisos ambientales. El diseño institucional del modelo nacional genera inevitablemente problemas entre organismos administrativos, que la literatura suele describir como dilemas de redundancia que la coordinación no puede resolver adecuadamente (Freeman -Rossi, 2012). Mientras el Servicio de Evaluación Ambiental (SEA) es evaluado por la calidad del procedimiento, los organismos sectoriales son evaluados por la satisfacción de sus agendas sectoriales y en muchas ocasiones estas no se corresponden con la tutela de componentes del medio ambiente, sino por el éxito de sus proyectos. Un ejemplo evidente entre nosotros es el rol del Ministerio de Obras Públicas que actúa como organismo sectorial en la evaluación —con permisos incluidos— y a su vez es titular de proyectos, generando en el SEIA un conflicto de interés estructural para adoptar decisiones adecuadas.

Este mes la Corte Suprema ha dado cuenta de la complejidad de nuestro diseño institucional para la evaluación ambiental. En el asunto Seafood (SCS, 20.3.2018, Rol Nº27.932-2017) en donde se debatían las competencias de la Gobernación Marítima para observar materias asociadas a la ley de concesiones acuícolas durante la tramitación en el SEIA. Mientras la tesis del titular del proyecto era que las cuestiones asociadas a dichas normas debían discutirse en el respectivo procedimiento concesional —en particular la extensión de la zona objeto de la concesión— para el organismo administrativo, el Tribunal Ambiental y la Corte Suprema, todas las cuestiones ambientales —incluidas las vinculadas con las normas sectoriales— debían discutirse dentro del SEIA, sencillamente porque la aplicación de esas normas al proyecto debían ser calificadas de ambientales en términos amplios, especialmente considerando los propósitos de protección que dichas normas sectoriales tienen y la existencia de un único procedimiento con esa finalidad.

El fallo de la Corte es consecuencia inevitable de dicho diseño, uno que pretende conjugar evaluación de impacto con autorización de funcionamiento integrado. Esa combinación, sólo genera incentivos al arbitraje regulatorio en que cualquiera de los sujetos que interviene en el procedimiento administrativo puede beneficiarse de las inconsistencias de la operación de este, en ocasiones será el titular del proyecto y en otras las comunidades, lo que afecta en el largo plazo la coherencia de las decisiones públicas, especialmente en un modelo que funciona sobre el caso a caso y es indiferente a la planificación.

Esta cuestión es relevante sobre todo en el actual contexto del debate público sobre el SEIA, porque mientras hace algunos años le atribuíamos la responsabilidad por la judicialización de proyectos, hoy la preocupación es la gestión, los tiempos y la operación de este. En efecto, mientras el segundo mandato de la Presidenta Bachelet conformó una comisión asesora destinada a recomendar mejoras al SEIA focalizándose en reglas que permitieran un funcionamiento expedito considerando especialmente los proyectos complejos, criterio que la nueva administración del Presidente Piñera ha indicado que resulta conveniente continuar, por la otra el sector privado ha puesto énfasis en esta reforma considerando especialmente el efecto de la deseada autorización en los proyectos de inversión.

El problema, sin embargo, pareciera estar en la búsqueda de dos objetivos que se hacen cada vez más difíciles de conciliar: la evaluación de impacto como satisfacción genuina de información para valorar las consecuencias ambientales futuras con la obtención de permisos de operación rápidos y expeditos. Lo primero tiene que ver con los estándares y metodologías de evaluación, lo segundo con la simplificación de permisos. La pretensión de cumplir satisfactoriamente los estándares de una evaluación ambiental adecuada con la gestión de múltiples permisos sectoriales en tiempos breves resulta de gran dificultad, sencillamente porque estamos tratando de conjugar objetivos que responden a fines distintos. La implementación de nuestro SEIA desde 1997 ha transformado en evidente la necesidad de resolver este dilema.

¿Qué hacer entonces? Pareciera razonable discutir sobre una reforma estructural en donde distingamos la evaluación ambiental de grandes proyectos, de actividades sujetas a una autorización integrada y única, racionalizando la permisología administrativa y ampliando la participación ciudadana, especialmente cuando esta última aún tras la reforma ambiental de 2010 se encuentra confinada a hipótesis específicas que no se compadecen con las elementales reglas de intervención en cualquier procedimiento administrativo. Las preguntas para enfrentar esto, son relativamente conocidas en las evaluaciones comparadas desde hace algunos años. (CIEL, 1995)

Pero además, existe una consistente literatura que señala que el gran problema de las evaluaciones ambientales es concentrarse en los asuntos burocráticos de su gestión —el tiempo de su tramitación por ejemplo— olvidando las cuestiones esenciales asociadas a este instrumento, tales como las debilidades provenientes de la calidad de la información generada en las evaluaciones, la manera en que el Estado subutiliza la evidencia generada para mejorar sus políticas ambientales y reducir costos de medidas futuras, así como la amenaza que provoca la presión para que converjan al mismo tiempo la agilidad de las inversiones con la idoneidad de las evaluaciones ambientales. (Morgan, 2012).

Mientras mantengamos la superposición del procedimiento de evaluación ambiental con la permisología sectorial, seguiremos generando incentivos para preocuparnos exclusivamente de la burocratización del SEIA y su potencial judicialización como procedimiento administrativo, olvidándonos de la calidad de la evaluación. Salir de esa trampa es el desafío para el debate sobre la evaluación ambiental en el período que viene.

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