"Cuando la memoria no consigue hacerse historia" - José Rodríguez Elizondo

Para opinar con un mínimo de solvencia sobre “el once chileno”, debo hacer una desclasificación sumaria: fui funcionario de la confianza de Salvador Allende, tengo un alto respeto por su memoria, estuve entre los muertos presuntos de la jornada, me procesaron en ausencia y solo retorné a Chile en 1991.

Pese a ello (o quizás por ello), creo que nuestro 11-S debe ser recordado siempre, en aras de la verdad y la justicia, pero desde su esencial complejidad. Esto implica aceptar que no fue el fracaso simple de quienes apoyábamos a Allende ni el éxito simple de quienes apoyaron el golpe de Pinochet. Visto con sensibilidad histórica, fue la terrible derrota de un país, con secuelas que la prorrogan hasta hoy.

Sin embargo, casi medio siglo después, una minoría de chilenos ideologizados, de izquierdas y derechas, prefiere verlo de manera unidimensional. Para ellos, hubo un suceso que paralizó la historia y no un proceso que ya debiera ser historia. Desde esa rigidez tienden a la supersimplificación, mediante la yuxtaposición de afirmaciones aisladas y hasta contrapuestas. Como esto suena complicado, ejemplifico con las “tesis” siguientes:

El golpe obedeció a un manejo irresponsable de la economía, que llevaba al país a la ruina y afectaba la seguridad nacional. Se dio para impedir que nos convirtiéramos en una “segunda Cuba”. Fue digitado desde los EE.UU. mientras la Unión Soviética solo ayudaba con consejos. En lugar de una transición inédita, Allende debió imponer el socialismo de inmediato. El sectarismo de la Unidad Popular impidió una correcta política de alianzas. No se supo atraer a la Democracia Cristiana. No se supo dividir a la Democracia Cristiana. La derecha sí supo dividir al Partido Radical. La “polémica de las izquierdas” derivó en estrategias contrapuestas y paralizó a la coalición de gobierno. Se confió en la profesionalidad de los militares, en lugar de entregarle armas al pueblo, como aconsejaba Fidel Castro.

Basta asomarse a ese conjunto de afirmaciones —cada una de gravedad superlativa— para asombrarse por la pretensión de darlas por probadas mediante frases que dijeron algunos protagonistas. Esto ha producido un círculo vicioso en tres etapas: 1) Se soslaya que la violación sistemática de los derechos humanos fue una secuela y no un antecedente del golpe. 2) Se soslaya que ningún chileno patriota podría justificar ese componente esencial de la dictadura que sobrevino. 3) Se ignora que ambos fenómenos se unen para subestimar la complejidad de la relación civil-militar, para instalar el rencor como una constante de nuestra vida política y, por añadidura, para seguir sosteniendo nuestro “subdesarrollo exitoso”.

Por lo señalado, la reconciliación que traía en mis valijas cuando volví a Chile hoy me parece utópica. Para reagendarla, habría que mejorar cualitativamente desde la calidad de la educación de nuestros infantes hasta la calidad de nuestros políticos, pasando por la calidad del liderazgo en nuestras universidades.

Es lo que sigo tratando de expresar en mis libros y en mis tareas académicas, porque de nuevo hay señales feas en el horizonte. Si no las decodificamos rápido, demasiado tarde comprenderemos que, si hubo una causal aislable en el golpe de 1973, fue la polarización política a la que nos resignamos.

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